ANALISIS DE ACTUALIDAD – DICIEMBRE (2)
“… ENRIQUECERNOS CON SU POBREZA”
(2ª Corintios 8,9)
El título que Cáritas de Vitoria me indicó para esta reflexión sobre la espiritualidad en la acción social está tomado de un versículo de la 2ª Carta a los Corintios de Pablo que dice textualmente “… porque ya sabéis lo generoso que fue nuestro Señor, Jesús Mesías: siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza”.
Es importante atender al contexto en el que Pablo hace esta afirmación sobre Jesús. Es un contexto de solidaridad entre las primitivas comunidades cristianas. Está pidiendo que la comunidad de Corinto ayude a la comunidad de Jerusalén y le exhorta a la generosidad: “tenéis abundancia de todo… pues que sea también abundante vuestro donativo” (v. 7). Les ha puesto como ejemplo de solidaridad y generosidad a la comunidad de Macedonia “pues, en medio de una dificultad que los pone a dura prueba, su desbordante alegría y su extrema pobreza se han volcado con ese derroche de generosidad” (v. 2). Pero en este versículo 9, el que centra nuestra atención hoy, Pablo da un paso más: la solidaridad y la generosidad de unos con otros, la caridad de los unos con los otros, no se basa simplemente en el buen ejemplo de otra comunidad, sino en la generosidad del mismo Jesús Mesías. La caridad cristiana se vincula con el mismo Jesús.
Y es esta vinculación a Jesús la que da a la caridad cristiana su fundamento, su peculiaridad, su radicalidad, su pleno alcance. Se trataría esta tarde de profundizar en dicho vínculo. A través de la puerta de este versículo paulino podemos entrar en la espiritualidad de la acción social. Lo vamos a hacer en tres capítulos que, a su vez, lo desglosan en tres partes.
1. AMAR AL ESTILO DE JESÚS: “YA SABÉIS LO GENEROSO QUE FUE NUESTRO SEÑOR, JESÚS MESÍAS”
La caridad cristiana desborda ampliamente lo que podemos llamar “acción social” tal como la realizan otros agentes sociales, por más que la incluya o coincida con ella en muchos elementos. La desborda en sus contenidos, y también en el alcance que tiene para la persona cristiana que se compromete en ella. Porque la caridad cristiana es, antes que nada, y de entrada, como fue el amor de Jesús, compromiso personal, compromiso de persona a persona, y en la medida en que es tal, lleva necesariamente a vinculación, comunión, entrega, permanencia…
El mismo Pablo lo refleja de modo contundente en el denominado “himno a la caridad” que aparece en la Primera Carta a los Corintios: “Ya puedo dar en limosnas todo lo que tengo… que si no tengo amor de nada me sirve” (1ª Corintios 13, 3). El amor, la caridad cristiana, no es sólo dar cosas, ni siquiera muchas cosas, todas las cosas…: hay algo más, es necesario algo más para que podamos hablar de verdad de caridad: entrega personal, compromiso personal. Benedicto XVI nos lo recuerda también clara y profundamente tanto en su Encíclica “Dios es Amor” como en su Exhortación Apostólica “El Sacramento de la caridad”: “Jesús no da “algo”, sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre” (1). La caridad es un amor por el que la persona se da ella misma y no sólo da cosas más o menos “exteriores” (bienes, tiempo, habilidades…). Y en la medida en que la caridad es comunión, vinculación, implicación personal, es compromiso no sólo con el aquí y el ahora de la persona, sino también preocupación y solidaridad por su crecimiento personal, por su autonomía y su futuro.
Tal capacidad de donación es claramente un don y una gracia, algo que escapa a nuestras meras posibilidades humanas. No es un heroísmo personal, por más que pueda llevar a actitudes y decisiones “heroicas” en si mismas, o en comparación con lo que es habitual en nuestra sociedad. Las actitudes y decisiones a que nos lleva la caridad, aunque sean “heroicas”, no son nuestro mérito, sino nuestro regalo: el don que Dios nos ha regalado, inmerecida y generosamente. También nos lo recuerda de modo contundente Benedicto XVI: “El poder ayudar no es mérito… ni motivo de orgullo. Esto es gracia” (2).
La conciencia viva de que mi entrega a los demás es un don, una posibilidad concedida y no un mérito adquirido, y el entregarme a los demás no desde mi mismo sino desde la humilde gratitud a Dios, es la condición necesaria para una acción social limpia en su intención que no se busca a sí misma ni manipula al otro, que no genera dependencias ni servilismos, que es generosa y gratuita, que respeta la dignidad de la otra persona. Sólo así, alimentando nuestra entrega de agradecimiento, evitamos el gran pecado de tantas formas de acción social e incluso de caridad mal entendida: cambiar ayuda por dignidad. Nada, absolutamente nada, ni toda la ayuda del mundo vale un gramo de la dignidad de una persona, de la dignidad de un pobre.
El alimento de esa actitud interior de limpieza y gratuidad, de tan radicales consecuencias en la forma concreta de ayudar a los demás, es la comunión con ese Jesús Mesías, cuya mayor generosidad fue la de entregarse a sí mismo: “Esta es la sangre de la alianza mía que se derrama por todos” (Mc 14, 23). En su reflexión sobre la Eucaristía insiste el Papa que “la unión con Cristo que se realiza en el Sacramento nos capacita también para nuevos tipos de relaciones sociales: la “mística” del Sacramento tiene un carácter social” (3). “La espiritualidad eucarística no es solamente participación en la misa y devoción al Santísimo Sacramento. Abarca la vida entera… la necesidad de entender de un modo nuevo la vida y vivirla…” (4).
De entender y vivir de un modo nuevo la vida, de entender y vivir de un modo nuevo las relaciones sociales, y de entender y de vivir de un modo nuevo la acción social. De entender y vivir la acción social como una tarea de humanidad en su sentido más pleno y amplio. Al hablar de la actividad caritativa de la Iglesia, se dice en la Encíclica “Dios es Amor”: “Un primer requisito fundamental es la competencia profesional, pero por sí sola no basta. En efecto, se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial. Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia deben distinguirse por no limitarse a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención que sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad” (5)
La auténtica caridad no sólo no exime sino que impulsa, llama y necesita la competencia profesional, el máximo nivel de competencia profesional posible. Por respeto y por cariño hacia la otra persona a quien se quiere ayudar lo más “eficazmente” posible. Pero la referencia en nuestra caridad, y en nuestra acción social, a la persona de Jesús desborda esa exigencia y pide junto con la competencia y el rigor profesional la máxima humanidad, el trato de corazón a corazón, para que, como decíamos, “el otro experimente su riqueza de humanidad”. Así actuaba Jesús que no sólo sanaba y cubría las necesidades de la gente, que también, sino que les devolvía y le hacía sentir su autoestima, sus posibilidades, su dignidad como personas.
Por eso es necesaria para quienes trabajamos o somos voluntarios/as en Cáritas no sólo una adecuada y competente formación técnica. Es necesaria también lo que la encíclica “Dios es Amor” llama una “formación del corazón” (6). Una formación y una reflexión sobre las motivaciones de fondo, las actitudes que de ellas derivan, el modo evangélico de acercarnos a los demás para darles no sólo alimentos, o ropa, o instrucción o vivienda, sino plenitud de humanidad y de Vida, vida con mayúscula, como la que Jesús nos ha dado a cada uno de nosotros “de cuya plenitud todos hemos recibido” (Jn 1, 16). La Vida con la que el que se hizo pobre nos enriqueció, y con la que nosotros, si nos hacemos de verdad pobres, podemos enriquecer a otros. ¿Y qué es hacernos pobres como El se hizo pobre?
2. HACERNOS POBRES DE NOSOTROS MISMOS: “SIENDO RICO SE HIZO POBRE POR VOSOTROS”
En ningún lugar se expresa con tanta radicalidad y claridad el empobrecimiento de Jesús como en el himno cristológico que Pablo recoge en su carta a los Filipenses: “El, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos. Así, presentándose como simple hombre, se abajó, obedeciendo hasta la muerte y muerte en cruz” (Filipenses 2, 6-8). El empobrecimiento de Jesús es un vaciamiento de sí mismo, para desde la cercanía y la identificación con la humanidad y su dolor llevarla a la vida.
San Atanasio expresa, de un modo muy hermoso, al hablar de la manifestación de la divinidad en la historia humana, la razón de ese empobrecimiento de Jesús: “Si se preguntan por qué no se ha manifestado a través de otras partes de la creación que son mejores, es decir, por qué no se ha servido de un instrumento mejor, como el sol o la luna o las estrellas o el fuego o el éter, sino sólo de un hombre, que sepan que el Señor no ha venido a mostrarse, sino a curar y a enseñar a los que sufrían. Para mostrarse bastaba con aparecer e impresionar a los que le veían; pero para curar y enseñar no bastaba simplemente con venir: era necesario hacerse útil a los que estaban en necesidad y mostrarse de una manera que pudieran soportar los indigentes” (7). No basta simplemente con ir al mundo de los pobres: hay que ir de tal manera, con tales actitudes, que ellos puedan soportar y que haga nuestra presencia útil para ellos.
Con otras palabras hace una reflexión parecida Benedicto XVI en su encíclica “Dios es Amor”: “La íntima participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte así en un darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona” (8). Y añade: “Este es un modo de servir que hace humilde al que sirve. No adopta una posición de superioridad ante el otro, por miserable que sea momentáneamente su situación” (9).
Los tres textos citados apuntan en la misma dirección: al vaciamiento de nosotros mismos, a que nos hemos de empobrecer de nosotros mismos para poder en verdad ayudar a otros. Pero, ¿cuáles son, en concreto, los contenidos de ese vaciamiento?, ¿a qué debo renunciar en mí o de mí para poder servir de verdad a los demás, y especialmente a los más pobres? Me permito enunciar y comentar brevemente algunas de esas renuncias personales que la caridad evangélica nos pide para ser auténtica.
Posiblemente tenemos que comenzar por intentar reducir y renunciar a las distancias físicas y vitales que nos separan de los pobres y a las prisas en nuestro acercamiento y en nuestras ganas de hacer cosas. Porque antes de hacer nada hay que mirar despacio y con detalle, hay que escuchar con atención, hay que dejarse decir con humildad para que efectivamente nuestra acción sea servicio: es decir, respuesta a las necesidades de ellos. La parábola del buen samaritano, uno de los paradigmas de la caridad evangélica, pone en contraste la actitud del sacerdote y del clérigo “que dan un rodeo” con la del samaritano “que se acercó”, la de quienes “pasan de largo” y la del que pierde tiempo vendándolo y llevándolo a la posada (Lc 10, 31-34).
La caridad cristiana no es lanzar alimentos desde los helicópteros, y mantener así esas distancias físicas y vitales, que son, tantas veces, distancias de seguridad para que las heridas de los demás no nos hieran también a nosotros. Pretendemos a veces ayudarles pero evitando que nuestros ojos vean escenas demasiado desagradables, que nuestros oídos escuchen palabras malsonantes o quejidos o preguntas incómodas, que nuestro olfato tenga que soportar olores que remueven el estómago… Pues me temo que así damos cosas, echamos cosas, pero no ayudamos a las personas como personas; tranquilizamos nuestras malas conciencias pero nos quedamos muy lejos del hacer de Jesús, del amar de Jesús, que siempre sana en el diálogo, en el acercamiento, en el contacto físico.
¿Y qué sentido y qué utilidad pueden tener las palabras pretendidamente “caritativas” de quien no ha escuchado previa y atentamente al otro? No pasarán de fórmulas de compromiso, de tópicos, que resbalan en la piel del que sufre y que no pasan del oído externo… Y no puedo escuchar si no me acerco y si no me paro. Nuestras buenas palabras tienen el peligro de sonar muchas veces al cinismo de quien teniéndolo todo resuelto se atreve a dar lecciones a otros sobre cómo afrontar la dureza de la vida. Sucede sin embargo que a veces las palabras que escuchamos, o las cosas que vemos, o los gestos que nos impactan, nos pueden dejar sin palabra, sin respuesta, confundidos y avergonzados, mudos… Pero quizá aquellos a quienes queremos ayudar necesitarán más y agradecerán más nuestra escucha y nuestro silencio que unas palabras vacías.
Despojarnos, pues, de distancias de seguridad y de prisas, de defensas frente a la pobreza del otro y de ganas de escapar… Renunciar a palabras prefabricadas y a fórmulas de manual… Por ahí puede ir un primer nivel de ese “hacernos pobres”.
En ese acercamiento que intenta hacerse cargo de la situación del otro lo más honestamente posible, puede suceder, y sucede de hecho muchas veces, que quedan cuestionados o negados nuestros planes, proyectos, esquemas previos. Porque o nos aparecen matices de la realidad con los que no contábamos o porque, sin saber mucho por qué, las cosas no acaban de funcionar como las habíamos previsto. A quien no ve o no escucha no le pasa eso: funciona como una apisonadora y ya está; pero si caminamos sobre el terreno de los demás no con botas militares sino descalzos percibimos que quizá aquello que hemos pensado, planificado y organizado con la mejor voluntad del mundo ya no es lo adecuado, incluso aunque muchos años lo haya sido.
El problema de la renuncia a nuestros planes y proyectos, a nuestros esquemas previos de intervención y actuación, es, en el fondo, el problema de la renuncia a nuestra imagen y a nuestras seguridades. Que nuestra imagen se tambalee no nos gusta porque puede dar imagen de debilidad en entornos muchas veces agresivos o porque, cuando mandamos, puede poner en duda nuestro liderazgo. Que nuestras seguridades se tambaleen es duro cuando tantas veces la entrada en el terreno de los pobres es para nosotros la entrada en terreno desconocido y nos tememos que incluso minado. ¿Con qué nos defenderemos si las situaciones que afrontamos nos resultan agresivas?, ¿en qué nos apoyaremos si el armazón de nuestros esquemas, planes y proyectos, que es el que nos sostiene, se viene abajo?
Se presenta así un segundo nivel de ese “hacernos” pobres que nos pide un acercamiento a los seres humanos como el de Jesús: hacernos pobres de nuestras seguridades humanas, de muchas cosas que nos hacen sentirnos humanamente seguros. Es obvio que no podemos caminar en el aire, en el vacío: pero Jesús y el evangelio nos invitan a otras bases para nuestra seguridad: la seguridad en la fuerza misma del amor, la seguridad en la asistencia del Espíritu, la confianza en que Jesús se hace presente en nuestro camino…: esto no son sólo palabras bonitas, son elementos básicos en nuestra fe y en una acción movida por la fe. Hay dos fuentes importantes de fortaleza para los cristianos: la honestidad con la propia vocación cristiana y la comunión con el Señor y con los demás.
Renunciar a distancias y prisas, renunciar a seguridades humanas… y renunciar también a muchas de nuestras humanas y frecuentes pretensiones, unas más exteriores, otras más íntimas, pero presentes.
Hay que renunciar también a triunfos personales, a buscar en nuestra acción social el logro personal o el prestigio, porque eso casi siempre suele tener un precio de honestidad en la sociedad en la que vivimos. No podemos hacer de los demás, y mucho menos de los pobres, el “pedestal de nuestras estatuas” (10). En este campo de la cercanía a los pobres los llamados “triunfos”, si los hay, son ocasionales y efímeros y la auténtica cercanía no proporciona “prestigios” más que algunos pocos, generalmente controvertidos y “post mortem”… Otra cosa son las satisfacciones muy hondas, muy íntimas, muy transformadoras que se experimentan y de las que hablaremos más adelante.
Creo que en la caridad no hay que renunciar a la “eficacia”, pero sí al “éxito” como lógica. La caridad, el amor, busca ser eficaz, quiere que, efectivamente, se cumplan sus objetivos de ayuda al otro, y cuanto más mejor. Para ello nos preocupamos, trabajamos, pensamos, intentamos renovar métodos de acción, nos formamos. Pero eso convive al mismo tiempo con la aceptación serena de que, por muchas circunstancias, y a pesar de todo nuestro esfuerzo, nos tropezaremos una y otra vez con la impotencia, la irrelevancia de nuestro trabajo ante los problemas que aborda, o el mismo fracaso. No va a haber “éxito” en términos humanos, o lo va a haber sólo en un número limitado de situaciones. Pero eso no va a disminuir nuestra dedicación y nuestro amor por los pobres, porque no trabajamos por o para nuestro “éxito”, sino para servir a los demás en sus necesidades, por compromiso con las personas.
Hay unas renuncias, un “hacerse pobres”, más interior, menos visible al exterior, que hay que aceptar serenamente porque viene impuesto por la vida junto a los pobres, y que muchas veces es muy doloroso, y desesperadamente largo: el “hacerse pobres” incluso de la misma fe, el ver cuestionada nuestra esperanza, el sentir el vértigo en el amor que no es otra cosa sino las preguntas por el sentido de todo aquello que uno va viendo y viviendo (11).
Me vais a permitir expresarlo con palabras del propio Benedicto XVI en su encíclica “Dios es Amor”:
“Deberíamos permanecer con esta pregunta ante su rostro, en diálogo orante: “¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar sin hacer justicia, tú que eres santo y veraz?” (cf. Ap. 6,10)… Los cristianos… aunque estén inmersos como los demás hombres en las dramáticas y complejas vicisitudes de la historia, permanecen firmes en la certeza de que Dios es Padre y nos ama, aunque su silencio siga siendo incomprensible para nosotros” (12)
“Fe, esperanza y caridad están unidas. La esperanza se relaciona prácticamente con la virtud de la paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de El incluso en la oscuridad” (13)
La auténtica caridad evangélica, el amar a los pobres como Jesús les amó, pasa en nosotros como pasó en El por un “hacernos pobres por los demás”. Pobres, fundamentalmente, de nosotros mismos.
3. PARA RECIBIR VIDA: “PARA ENRIQUECERNOS CON SU POBREZA”
Muchas veces se ha afirmado que la cercanía a los pobres es un lugar privilegiado para el encuentro con Dios en medio de nuestra experiencia cotidiana. Un encuentro que es fuente de Vida, de plenitud de Vida en el sentido evangélico del término. Este es el gran don, la gran riqueza, que Cristo nos aporta: “He venido para que tengan vida, y vida en abundancia” (Jn 10, 10): la vida en plenitud, la plenitud de la vida de Dios. Creo que, efectivamente, le cercanía a los pobres es uno de los lugares privilegiados de encuentro con Jesús y de aporte de Vida, pero quiero que profundicemos un poco en esta afirmación.
Y la primera cosa que quiero hacer notar es que esa experiencia de Dios en la cercanía a los pobres no es ningún automatismo, independientemente de cualquier otra circunstancia y condición: que no tiene porque darse siempre y en cualquier caso. Hablo, lógicamente, en lo que se refiere a la parte humana de una experiencia que es radicalmente don del Dios soberano que, por boca del profeta Isaías, nos advierte que “Me he dejado encontrar de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban. Dije: Aquí estoy a gente que no invocaba mi nombre” (Is 65, 1). Pero, en lo humano, esa experiencia se hace posible no en cualquier forma de acercamiento a los pobres, sino en un acercamiento que sea limpio, que busque ayudarles de verdad, que evite formas de utilización y manipulación. Un acercamiento que responda, en fin, a todo lo que hemos expuesto en las dos primeras partes de esta reflexión. Cuando el acercamiento a los pobres degenera, por el mecanismo que sea, en búsqueda de uno mismo o en utilización, manipulación o abuso del pobre no tiene por qué ser mediación del encuentro con Dios, sino que más bien puede degenerar en impedimento u obstáculo.
¿Y qué podemos entender por experiencia de Dios, del Dios verdadero que Jesús nos reveló?, ¿qué rasgos la identificarían o configurarían en nuestra vida cotidiana?, ¿qué es lo más significativo o característico que aporta la cercanía a los pobres a esa experiencia de Dios? Sin ninguna pretensión de exclusividad, me atrevo a indicar algunos rasgos.
Utilizando las hermosas palabras de Santa Teresa de Jesús, diría que un primer componente de la experiencia de Dios, de la Vida, que uno recibe junto a los pobres es la experiencia de “un propio y humilde conocimiento”. Cuando de verdad estamos junto a ellos y apostamos por ellos nos conocemos mejor a nosotros mismos: se desenmascaran nuestros autoengaños, falsificaciones, imágenes prestadas cara al exterior, etc… y también aparecen en su verdadera dimensión nuestras mejores cualidades y posibilidades. Aparece más nítidamente lo que de verdad somos y podemos llegar a ser, tanto en lo bueno como en lo menos bueno. Desde quien dedicado toda su vida a tareas universitarias, descubre junto a enfermos terminales una capacidad de cercanía y ternura que ignoraba que tenía y que le asombra a sí mismo, hasta quien más allá de ideologías y clichés exteriores de progresismo tiene que aceptar lo mucho que le cuesta la convivencia diaria con los marginales o lo fácilmente que brotan en su interior diversas formas de rechazo a sus comportamientos por citar sólo una pocos y reales ejemplos.
Cuando el conocimiento propio es gracia concedida por Dios, aparte de proporcionar una lucidez a la que nosotros no hubiéramos llegado por nosotros mismos, va acompañado de una ternura que, también en palabras de la santa de Ávila, “nos hace deshacer”. Nos deja humildes, pero no decepcionados o amargados; no nos sume en la depresión o en el desánimo, sino que es vivido como una nueva oportunidad para nuestra vida; no nos sentimos invitados, ni mucho menos, al abandono de la tarea que llevamos entre manos, sino a afrontarla con más humildad, con más escucha, más abiertos a la ayuda de los demás, más compartidamente.
En la auténtica cercanía a los pobres se enriquece nuestra visión del mundo, de la historia, de la sociedad en la que vivimos y se enriquece no desde clichés o respuestas prefabricadas, sino desde preguntas que muchas veces no sabemos responder de entrada, pero que nos dicen que las cosas igual no son como siempre las habíamos pensado, que tienen otros matices, que no están tan claras. Y uno experimenta en propia carne hasta que punto son injustas tantas leyes, y marginadores tantos criterios tópicos, y vacías tantas buenas intenciones tan llenas de bondad como escasas de luces.
En la cercanía y la convivencia también nuestra sensibilidad es tocada y, quizá, en algunos puntos modificada. De entrada suele ser la sensibilidad la que más resistencias pone al tú a tú con los pobres. Hace que sintamos como extraños sus comportamientos, sus costumbres, sus valores, sus modos de entender: que nos sintamos extraños, en definitiva. En el día a día, en la permanencia, vamos percibiendo matices sorprendentes en su sensibilidad y cuestionamientos importantes a la nuestra y caemos en la cuenta de hasta qué punto son ofensivos o lesivos para ellos modos de actuar o decir que a nosotros nos parecen normales, y hasta qué punto hay riqueza y valores ocultos en la tosquedad de gestos, la parquedad de palabras, la adustez de miradas, o las desconfianzas que sólo el tiempo quiebra.
Me vienen a la memoria las palabras autobiográficas de un compañero jesuita, actualmente en Cuba, que tras muchos años junto a los más pobres de la República Dominicana, y tras muchas horas de oración profundizando su experiencia escribe: “En la cultura popular encontramos una solidaridad que enfrenta las emergencias de cada jornada que permite sobrevivir. Nadie sabe cómo circula la ayuda discreta que respeta la dignidad herida del que no consigue para la comida o la medicina. Aquí encontramos muchos rostros que han salvado su bondad y su ternura de los golpes recibidos. La capacidad festiva sorprende en vidas enteras asaltadas. El humor rompe en muchas ocasiones las situaciones extremas. Los golpes de la codicia o de la naturaleza arrasan con todo en unos minutos, pero desde las raíces brota la resistencia y la capacidad de recomenzar de nuevo. Por la mañana un ciclón arrasa un cultivo. Por la tarde se puede empezar a preparar la siembra de nuevo” (14).
Es don de Dios, sin duda, cómo al lado de los pobres, en cercanía y servicio a ellos, se nos ilumina y revela el significado más hondo y menos banal o previsible de palabras y experiencias que son claves en nuestra fe, y que sólo una experiencia radical manifiesta en todo su alcance evangélico y salvífico. Nuestra fe junto a ellos se hace “más pascual, más compasiva, más tierna, más evangélica en su sencillez” (15). ¿Hay alguien que pueda hablar con más verdad de la esperanza que las madres de toxicómanos que una y otra vez, caída tras caída, cárcel tras cárcel, siguen combatiendo y apoyando a sus hijos? ¿Hay algún lugar donde se pueda sentir más el anhelo de justicia y de resurrección que en un hospital velando el cuerpo de un adolescente muerto de sida, tras años de abandono familiar y explotación sexual?
En definitiva, y de una manera absolutamente incomprensible e imposible desde meras consideraciones humanas, pero bien ciertamente, se experimenta cuando nuestro acercamiento a los pobres es sincero, limpio, servicio y compromiso personal, caridad cristiana auténtica, un desborde de Vida, de la Vida de Dios, de esa Vida que sólo Dios da. Un desbordar de agradecimiento, de alegría, de valoración de lo pequeño, de creatividad, de sensibilidad, de sentido. De auténtico amor a Dios y de auténtica caridad por nuestros hermanos.
En la pobreza, la nuestra al empobrecernos, y la de los otros al ponernos al servicio de los pobres, a sus pies como Jesús, al hacerla solidariamente nuestra, hemos sido enriquecidos.
NOTAS
- Exhortación apostólica de Benedicto XVI “El Sacramento de la Caridad” (22 de febrero de 2007), Nº 7. También insisten en este mismo aspecto los Nº 88 y 94b de esta Exhortación Apostólica y los Nº 34 a 36 de la Encíclica “Dios es Amor” (25 de diciembre de 2005)
- Encíclica “Dios es Amor” Nº 35
- “El Sacramento de la Caridad” Nº 89ª; ver también los Nº 88 y 90a
- “El Sacramento de la Caridad” Nº 77
- “Dios es Amor” Nº 31a
- “Dios es Amor” Nº 31a
- Tomo esta cita del cuaderno de Toni Catalá, sj “Salgamos a buscarlo. Notas para una teología y una espiritualidad desde el Cuarto Mundo” publicado en la colección “Cuadernos Aquí y Ahora” de la editorial Sal Terrae, con el Nº 21, en 1992, pág. 11
- “Dios es Amor” Nº 34
- “Dios es Amor” Nº 35
- Por utilizar el título de una reciente novela de Antonio Gala.
- Recientemente se ha manifestado públicamente la supuesta larga “noche oscura” atravesada por la Madre Teresa de Calcuta. De ser cierta, lejos de escandalizarme, esa manifestación me remitiría a la profundidad y verdad de su amor y su compromiso con los pobres.
- “Dios es Amor” Nº 38
- “Dios es Amor” Nº 39
- Benjamín González Buelta, sj “Formar según San Ignacio en la escuela del pobre”, aportación en la obra colectiva “Tradición ignaciana y solidaridad con los pobres”, Colección Manresa Nº 4, Ed. Mensajero – Sal Terrae, 1990, p. 148
- Estas palabras son una cita textual del decreto “Servidores de la Misión de Cristo” de la Congregación General 34ª de la Compañía de Jesús (1995) que las utiliza al hacer una reflexión sobre la cercanía a los pobres.