ANÁLISIS DE ACTUALIDAD – DICIEMBRE
EL DERECHO UNIVERSAL A LA SALUD
El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó y proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…” “Todo individuo tiene derecho a la vida…” “Todo individuo tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios…”
Ese mismo año, el 7 de abril, se había creado la Organización Mundial de la Salud. Su objetivo era velar para que todos los pueblos pudieran gozar del máximo de salud entendida como un estado de completo bienestar físico, mental y social y no solamente la ausencia de enfermedades.
Sin embargo, aquellas declaraciones siguen siendo para muchos una utopía. Es triste que más de cincuenta años después de la Declaración de los Derechos Humanos, en Septiembre de 2000, 189 países tuvieran que suscribir la Declaración de los Objetivos del Milenio a alcanzar en el año 2015. Lo que la humanidad debería ya haber alcanzado, sigue siendo meta, que de tan básica avergüenza: reducir la mortalidad materna asociada al parto, reducir la mortalidad infantil, luchar contra el SIDA y garantizar el acceso a medicamentos básicos.
Y así, una gran parte de los hombres y mujeres que pueblan este mundo no conocen ni conocerán una vida digna y plenamente humana. El hambre y la desnutrición, la desertización progresiva y la falta de agua potable, los desastres naturales, la escasa investigación y desarrollo de medicamentos para enfermedades tropicales, el alto precio de los medicamentos no genéricos, abren cada día más la brecha entre los que nos beneficiamos de los avances de la ciencia médica y aquellos que mueren de hambre, sed o enfermedades tratables.
Todos los seres humanos nacemos iguales, hasta ahí es cierto, todos sufrimos dolor, enfermedad y muerte. Pero sólo unos pocos nacemos libres e iguales en dignidad y derechos. En nuestro país está reconocido en la Constitución el derecho de todo ciudadano a la protección de la salud, derecho que, para ser efectivo, requiere de los poderes públicos la adopción de las medidas idóneas para satisfacerlo (Ley General de Sanidad 1986). Pero además la política de salud estará orientada a la superación de los desequilibrios territoriales y sociales. En los últimos años, se han transferido a las diferentes Comunidades Autónomas las responsabilidades en cuanto a dicha política de salud. En la Comunidad Autonómica Vasca, el Plan Estratégico Osasuna Sainduz en 1993 y la Ley de Ordenación Sanitaria en 1997, permitieron desarrollar un sistema sanitario público universal, estable, y solidario, en el que se reconocen los derechos y las obligaciones de los pacientes y sus familiares. La Ley de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud de 2003 y el Real Decreto por el que se establece la cartera de servicios comunes del Sistema Nacional de Salud de 2006, han permitido la equidad en la asistencia sanitaria a todos los ciudadanos del Estado español. En su artículo 3 la Ley de Cohesión dice además que las Administraciones Públicas orientarán sus acciones en materia de salud incorporando medidas activas que impidan la discriminación de cualquier colectivo de población por razones culturales, lingüísticas, religiosas o sociales.
Pero lo que en nuestra tierra es realidad que no tenemos que dejar volar con el viento neoliberal que arrecia, más allá es ausencia. Sistemas sanitarios frágiles, corruptos o a los que sólo tienen acceso los ciudadanos acomodados o de las grandes ciudades, permiten que las infecciones maten poco a poco, y que las enfermedades no se traten o se traten tarde y mal. La debilidad, la desnutrición, la soledad de la estigmatización, la muerte absurda e innecesaria… golpean cada día a los que no son noticia. ¿Será que no era tan universal la Declaración de los Derechos Humanos?
“Todo individuo tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios…”
OTRA MIRADA…
Me hubiera gustado conocerte en otro lugar y en otro tiempo. Me hubiera gustado verte entre los amigos con tu sonrisa franca, o jugando al fútbol, o en tu trabajo duro y sucio, o concentrado en aprender esta lengua nuestra tan distinta de la tuya, o sobre tu alfombra negra y ocre rezando a tu dios en este tiempo difícil…
Me hubiera gustado conocerte quince días antes, allá en Argelia, cuando con tu hermano paseabas por las calles de tu ciudad, o con tu madre que preparaba para ti té y dulces, o cuando escuchabas las palabras de tu padre para ese hijo que ya se estaba yendo una vez más a esa tierra húmeda y fría del Norte, algo más triste y cansado que otras veces.
Pero no fue así. Te conocí en el hospital, habías ingresado unos días antes porque no te encontrabas bien, el vientre se te había hinchado, te costaba respirar ese mismo aire de todos. Me avisaron una mañana de Agosto… Desde entonces sólo sé que te llamas Youssef , que naciste hace veinticuatro años en un pueblo sin nombre del sur de Argelia , a 150 kilómetros de Orán, que allí sigue tu familia a la que envías un dinero cada mes, el que ganas en una ferrallería de Hernani, que eres berebere musulmán… y que la vida se te escapa. Un cáncer de estómago te quita aquello por lo que tanto luchaste.
El primer día que te vi estabas en la habitación, tumbado sobre las sábanas ásperas del hospital. Nadie te acompañaba. Mirabas el techo. Sobre la mesilla tan solo un vaso de agua.
Los médicos que te habían atendido hasta entonces no te habían explicado mucho. Cuando entré en la habitación me presenté, no sé si llegabas a entender qué era la Oncología, sólo sé que me diste la mano, fuerte, y te la llevaste al corazón, ese gesto tan vuestro.
Te incorporaste con dificultad para sentarte sobre el borde de la cama. Estabas asustado como lo estamos todos ante lo incierto y desconocido, pero me mantuviste la mirada, esa mirada oscura y hundida del que se está muriendo. No me sentí capaz aquella primera mañana de contártelo todo, pero enseguida entendiste que aquello era muy serio. Tu primo, el que vivía en Logroño, vino al día siguiente. Le expliqué, con tu permiso, lo mejor que supe, que te habían diagnosticado de cáncer de estómago, que la enfermedad estaba muy avanzada, que lo único que podía hacer por ti era aliviarte, intentar que la enfermedad no te hiciera sufrir mucho. Desde el teléfono de la consulta llamó a tus padres, el berebere en sus labios sonaba dulce y sereno, ¿cómo podrían entender que su hijo, al otro lado del Estrecho moría?
Al día siguiente te trasladamos a la Planta de Oncología. Las enfermeras me preguntaban de dónde eras. Enseguida aprendieron a quererte: eras amable y risueño, no distinguías entre unas y otras, entre las auxiliares que te ayudaban a lavarte cuando ya hasta te costaba el aliento o las mujeres que limpiaban el suelo de tu habitación; sonreías siempre incluso en los momentos de más dolor antes de que te pincharan la morfina; agradecías cada palabra, cada gesto, te dejabas cuidar y querer en este mundo de mujeres que es el hospital.
Aquella primera mañana me senté junto a tu cama… El tiempo se detiene cuando se habla de la vida y la muerte. Te lo expliqué todo, era mi obligación. Te animé a que marcharas a Argelia antes de encontrarte peor… Y esperé tu respuesta. No dudaste. Me decías que no querías que tu familia supiera nada, que en tu país no podrías recibir tratamiento, que preferías empezar aquí la quimioterapia y dentro de unos meses, si las cosas no nos iban bien volver allá. Una vez más, pero ahora en los límites, te tocaba luchar por la vida. Ahora no era cruzar el Estrecho, o encontrar trabajo, o arreglar papeles. Ahora era la enfermedad, el futuro incierto, el tiempo agotado. Ahora dejabas de estar excluido.
Y comenzaste la quimioterapia, como uno más. Y te intentamos sacar ese líquido de la pleura que no te dejaba respirar, como uno más. Y te transfundimos sangre y hacíamos broma de si sería sangre musulmana o no.
La mayor preocupación de tu primo era que no murieras aquí, en tierra extraña, que pudieras volver y ser enterrado en tu pueblo. Haríamos lo posible. Muchos otros vinieron, argelinos sobretodo, todos querían lo mismo, que te obligara a volver a Argelia. Todos querían decidir por ti. Aparecieron asistentes sociales, gente de Cruz Roja, amigos y menos amigos. Que si te convenía estar más atendido, que si en un piso de acogida, que si en una Unidad para enfermos terminales,…Todos querían decidir por ti. Como si tú no tuvieras bien claro lo que querías, como si por hablar con dificultad el castellano no pensaras o sintieras…
Fuiste para casa y te vi a la semana siguiente en la Consulta. Tenías de nuevo mucho líquido en el abdomen que te hacía sentir incómodo. Intenté no transmitirte mi preocupación y te saqué, con una aguja de esas finas que ya empezabas a conocer bien, cuatro litros de pura agua y sangre.
Aquel fin de semana empeoraste mucho y viniste a Urgencias. El rostro se te había afilado y los ojos negros se hundían más y más. No podías respirar. Vomitabas todo lo que tomabas. Te mareabas. Pero me estrechaste la mano, sentí un escalofrío por la confianza que ponías en mí. En el silencio de esa primera hora sesteante de la tarde me dijiste que querías volver a Argelia y me preguntaste cuánto tiempo era todavía tuyo. Desde aquel momento todo se aceleró. Yo te veía muy mal pero podía más tu deseo de volver que mi responsabilidad como médico, así que hicimos un pacto, intentaríamos que mejoraras lo suficiente para soportar la ambulancia hasta Alicante y el vuelo hasta Orán. Las mujeres que llevaban la empresa en que trabajabas te querían ayudar para el viaje, consiguieron para ti y para tu primo un billete para dos días después y una ambulancia medicalizada, y se ocuparon del papeleo de pasaportes y permisos.
A pesar de la urgencia que todo esto suponía, conseguías que en tu habitación hubiera silencio y serenidad. Cada vez que me asomaba a verte me mirabas y sonreías esa sonrisa amplia y limpia de la gente buena. Yo te explicaba, te escuchaba, te quitaba el dolor del costado, te sacaba el líquido de tu tripa hinchada… Y como me hubiera gustado saber mucho más de ti, dónde creciste, cómo era tu casa y tu escuela y tus juegos, qué te hizo venir aquí, a esta tierra en la que has perdido la salud y la vida… Pero no podíamos hablar de todo ello, yo he sido el médico para ti, tú has sido uno de esos pacientes que nunca olvidaré.
Era miércoles. Bien temprano llegaron los enfermeros que te acompañarían. Les dimos los informes y los medicamentos. Tú estabas feliz, nunca había visto tu rostro tan iluminado. Te ibas ya…
Sin más, un adiós, no sé qué ha sido de ti, no sé si llegaste a tu pueblo, no sé que les dijiste a tus padres… Yo aquí intenté que te sintieras bien atendido, acompañado, respetado,…
AL OTRO LADO
Es enero en Marrakech. El Hospital Civil cubre una explanada grande de tierra rojiza y palmeras en el barrio de Gueliz. En uno de los pequeños edificios, en el tercer piso, está el Departamento de Oncología. En el pasillo se agolpa la gente, no hay donde sentarse. De pie, apoyados contra la pared desconchada, o sentados en el suelo, hombres de rostro curtido y triste, y mujeres con la cabeza cubierta por un pañuelo esperan. Nadie se mueve del sitio, nadie parece tener prisa. Pero cada vez que se abre la puerta de esa única consulta todos quieren entrar. Desde el pasillo no se le ve ni se le escucha al médico, es una enfermera quien pone un poco de orden.
Al final del pasillo, hay tres habitaciones. En unos camastros, envueltos en mantas, yacen varios enfermos. Una joven postrada trata de sonreír, su mano sobre el vientre dolorido. Un joven médico intenta pinchar la vena de un hombre. Las enfermeras, con sus batas hace años blancas y ahora amarillentas, y un pañuelo blanco cubriendo la cabeza, se mueven de un lado a otro: preparan los medicamentos de quimioterapia bajo una campana, traen y llevan tubos, preguntan a la que parece más veterana.
Moham ya no recuerda muy bien cómo empezó todo: desde hacía tiempo tenía ese bulto que le iba poco a poco creciendo hasta dolerle. Tanto insistieron sus hermanos que al fin un amigo consiguió que le vieran en el Hospital. Le hicieron una biopsia, le dijeron que era un sarcoma y que se trataba con quimioterapia, pero él no sabe leer muy bien y no ha entendido los informes. Su hermano pequeño trabaja en la construcción en España, le dijo que allí las pruebas y las medicinas son gratis, pero ¿qué haría él allá, sin saber español, sin poder moverse, sin poder trabajar, lejos de su mujer y su hijo pequeño? Así que desde hace un año, Moham viene cada tres semanas desde su pueblo a 200 Km. hasta Marrakech a recibir el tratamiento. Los medicamentos los traen desde Francia, su hermano le envía el dinero, casi la mitad de su sueldo, también los amigos de la familia le ayudan. Es un viaje largo, y a veces se siente muy cansado, pero está contento, porque el bulto que tiene en el cuello está algo más pequeño y le duele menos. Esa noche dormirá en la habitación que tiene alquilada cerca del Hospital, porque a la mañana siguiente le hacen un scanner. Un colchón sobre el suelo, una manta, un estante en el armario; en un mínimo balcón limpia los pocos cacharros y cocina sobre un camping-gas; no hay más; tan pobre y vacío como en su casa, pero le falta el cielo y los olivos y las montañas. En un papel le han escrito la prueba que le tienen que hacer, irá a pagarla y comprará el contraste en la farmacia. Como hace seis meses, esperará en una sala gris y oscura a que le llamen. Ya le han cambiado dos veces de tratamiento, y cada vez son más caros, ¿qué pasará esta vez?.
La salud cuesta, y mucho.
A lo lejos, desde cientos de rincones, se escucha la llamada a la oración. Moham extiende su pequeña alfombra, se arrodilla y repite: “Dios es grande…”
Adelaida Lacasta