Análisis de actualidad – Abril 2006 (II)
La ocasión: El quinto centenario del nacimiento de San Francisco Javier
La Iglesia Católica nos propone a Francisco Javier como patrono de las misiones. Este año celebramos 500 años de esa vida que surgió en Javier y alcanzó los más remotos lugares del planeta. Francisco de Javier soñó un mundo distinto. Dedicó su vida a la empresa de extender ese sueño a todos los pueblos conocidos. Así contribuyó a reinterpretar, asentar y fortalecer la vocación universal de la misión de la Iglesia.
Esta misión “ad gentes”, tal como fue desarrollada en el siglo XVI, sólo puede interpretarse a la luz de las categorías culturales de su época. Desde esta perspectiva, no debe escandalizar que esa evangelización, junto con grandes gestas humanas, enorme generosidad y no pocos ejemplos de avances notables en la dignidad de pueblos y personas, fuera acompañada de historias más oscuras donde se mezclaban los intereses de las potencias colonizadoras, los mercaderes de la época y las limitaciones y prejuicios de quienes se enfrentaban a realidades desconocidas sin capacidad histórica de trascender la propia cultura.
Como creyentes estamos convencidos de que el evangelio de Jesucristo, a cuyo anuncio Javier dedicó su vida, sigue siendo una oferta de vida para toda la humanidad. Sin embargo, situados en un momento histórico caracterizado por profundos cambios, sabemos que para ser fieles al mismo Espíritu que animó a Javier, debemos examinar la manera en que se ha desarrollado el continuado esfuerzo misionero de la Iglesia, con sus luces y sus sombras.
Una experiencia reveladora
«Fuera de la Iglesia no hay salvación«, dijo el obispo San Cipriano de Cartago en el siglo III. Hasta bien entrado el siglo XX, esta afirmación supuso un acicate para la misión ad gentes. El conjunto de la Iglesia y, específicamente, cientos de miles de misioneros y misioneras han puesto su vida al servicio de la extensión de la fe como instrumento indispensable para la salvación. El amor a las personas se expresaba sinceramente en esa consagración total a la tarea de incorporar fieles a la Iglesia a través del bautismo.
Pienso La apertura que supuso el Concilio Vaticano II, en su decreto Ad gentes divinitus, sirvió de estímulo para que muchos de los misioneros y misioneras comenzaran nuevas experiencias de inculturación y, simultáneamente, de reflexión sobre su propia labor. La experiencia de estas personas es casi unánime.
Aquellas
poblaciones, a las
que habían ido a
servir, les han
evangelizado
Su labor misionera se ha visto modificada y ellas se han sentido transformadas. Aquellas poblaciones, a las que habían ido a servir, les han evangelizado. Esta experiencia conlleva una serie de presupuestos y conclusiones.
Por una parte, se reconoce que el Espíritu de Jesucristo, de alguna manera misteriosa, estaba ya presente en la vida de las personas y en las culturas que han ido a ser evangelizadas. Por otro lado, resulta insuficiente la afirmación de que en todas las culturas existen semillas del Verbo. La experiencia de muchas personas de buena voluntad, que han ido a poner su vida al servicio de la Iglesia en los lugares más remotos del planeta, es que no hay sólo semillas del Verbo, sino auténticos bosques de Vida en los que se pone de manifiesto la voluntad salvadora de Dios.
Paradójicamente, a medida que los misioneros y misioneras se fueron desprendiendo de sus prejuicios culturales y de las estrechas estructuras dogmáticas con las que, a menudo, fueron pertrechados para su misión, fueron capaces de descubrir la riqueza presente en la vida de aquellos a los que iban a evangelizar. En este sentido, la crisis de los principios dogmáticos sobre los que se asentó la evangelización en los siglos precedentes no es provocada por la pura reflexión teológica, sino por la práctica misionera de la Iglesia. Esta realidad tiene que hacernos pensar.
La crisis de los principios dogmáticos sobre los que se
asentó la evangelización en los siglos precedentes no es provocada por la pura reflexión teológica, sino por la práctica misionera de la Iglesia
Algunas reflexiones sobre la historia misional
La actividad misionera pertenece a la esencia de la Iglesia. En la medida en que los primeros discípulos iban comunicando su experiencia, su fe se hacía más densa y profunda. Así, la labor misionera, a la vez que constituía nuevas comunidades, obligaba a la Iglesia primitiva a responder a nuevos retos y explicitar su fe en contextos culturales diferentes. El Nuevo Testamento da testimonio de las crisis a las que las primeras comunidades tuvieron que hacer frente y la forma en la que trataron de solventarlas. Es de destacar que, en confrontación con las tendencias que pretendían identificar a la Iglesia con determinadas pertenencias étnicas o culturales, sistemáticamente el Espíritu impulsó a la Iglesia a su apertura y a mantener la tensión entre tradición y novedad. No es de extrañar que durante sus tres primeros siglos la Iglesia viviera simultáneamente su expansión a la práctica totalidad del mundo conocido y los debates teológicos más intensos de toda la historia. También es necesario tener en cuenta que esta expansión se realizó sin el apoyo de poderes militares, económicos o culturales hegemónicos.
La situación varió sensiblemente a partir del siglo IV con la alianza de la Iglesia con el imperio. A partir de ese momento, la expansión de la Iglesia cuenta con el apoyo del poder militar y político , a la vez que se tiende a controlar más el contenido dogmático y a fortalecer la incipiente estructura institucional.
Esta tendencia se repite en la nueva misión que acompaña a la ola colonizadora que tiene lugar a partir del siglo XVI. Las potencias coloniales europeas acompañaron sus conquistas con la presencia “civilizadora” de la Iglesia. La Iglesia vio potenciada así tanto su capacidad de expansión como su poder en las nuevas sociedades, mientras que las potencias coloniales se aprovecharon de la legitimidad religiosa que les dispensaba la Iglesia. Decenas de miles de personas de buena voluntad, dispuestas a entregar su vida por el Señor, no pudieron escapar a los condicionantes que esta estructura de evangelización imponía. Sólo algunos (p. e., el P. Bartolomé de las Casas) fueron capaces de analizar la realidad desde la perspectiva de las personas y de los pueblos colonizados y, desde esa experiencia y reflexión, evitar la complicidad con el sistema colonial explotador. Y algunas iniciativas excepcionales, que se adentraron en territorios donde los imperios europeos no habían extendido su poder, pudieron explorar la posibilidad de expandir la fe y la Iglesia sin la protección de la fuerza. Estas experiencias limitadas, aunque fueron muy ricas, no consiguieron implantar comunidades cristianas autóctonas.
De una u otra manera este tipo de esquema, en el que la Iglesia se expande sirviéndose de un poder externo, se repite a lo largo de los siglos siguientes llegando incluso hasta nuestros días. Al poder militar, que se desvaneció con los procesos de descolonización, le sustituyó el discurso sobre la superioridad cultural y la responsabilidad civilizadora.
Al poder militar, que se
desvaneció con los procesos
de descolonización, le
sustituyó el discurso sobre
la superioridad cultural y la responsabilidad civilizadora
No podemos olvidar que, incluso en lugares donde la Iglesia ya tenía una base local, la misión ad gentes fue llevada a cabo por misioneros extranjeros que tenían como tarjeta de presentación, además de su sincero amor y deseo de hacer el bien, su pertenencia a sociedades más ricas o culturalmente “más desarrolladas” que las de acogida, lo cual suponía una legitimidad que iba más allá de la relevancia de su mensaje religioso.
Después del Concilio Vaticano II, cuando la Iglesia amplía su concepción de la salvación para incluir dimensiones de desarrollo social y dignidad humana, la actividad misional se amplía y se involucra en muchas luchas sociales. Sin embargo, incluso en estas nuevas circunstancias, no ha sido fácil que una parte de las misioneras y misioneros procedentes de países tradicionalmente católicos y generalmente más ricos, escapen a la tentación de actuar con esquemas paternalistas que denotan un cierto aire de superioridad. Por supuesto, existen muchos ejemplos que contradicen esta afirmación, pero no se puede negar que esa tendencia está todavía presente en una parte de estas personas. Con esta constatación tratamos de analizar algunos aspectos que pueden ser relevantes para planteamientos futuros.
Aprendizajes de la historia
¿Significa lo anterior que toda la labor misionera de la Iglesia en los últimos cinco siglos está fatalmente lastrada y, por tanto, es inútil? Por supuesto que no.
En primer lugar no cabe duda de que en muchos sitios se han establecido comunidades cristianas que mantienen una vigorosa fe más allá de los mecanismos con los que se produjo la evangelización. Además, en no pocos casos, la Iglesia ha acompañado a esas comunidades en procesos de liberación liderados por las propias comunidades.
…cuando se pone a la
escucha con humildad,
genera espacio para la
búsqueda compartida, y
confía en el dinamismo
del Espíritu que la
habita y anima el mundo
En segundo lugar, tal como hemos señalado con anterioridad, la experiencia de muchos misioneros y misioneras que abandonaron su tierra para seguir al Señor y que han compartido su vida con hombres y mujeres de multitud de culturas ha servido para que la Iglesia se tenga que plantear el sentido de su misión universal. La Iglesia hoy no se entendería a sí misma sin la participación de las comunidades eclesiales provenientes de los que han sido considerados países de misión.
¿Qué aprendizajes podemos extraer del recorrido realizado? La historia nos enseña que la Iglesia se hace más universal y tiene más capacidad de ofrecer su Buena Noticia cuando se pone a la escucha con humildad, genera espacio para el debate y la búsqueda compartida, y confía en el dinamismo del Espíritu que la habita y que anima el mundo. Por el contrario, cuando se convierte en una predicadora orgullosa, segura de la forma en que articula su mensaje, se alía con los poderes temporales y tiende a refugiarse en estructuras institucionales rígidas, su actividad misionera, aunque sea aparentemente exitosa, queda limitada a formas culturales superficiales.
Algunos temas teológicos claves
En el año 1990, a través de la encíclica Redemptoris Misio, Juan Pablo II señaló las preocupaciones teológicas fundamentales que afectaban a la misión ad gentes. Sintéticamente se pueden reducir sus inquietudes a dos grandes grupos. Una parte hace referencia al cuestionamiento de la unicidad de la salvación a través de Jesucristo. El documento reafirma la confesión de que Jesucristo es el único Salvador y que, por tanto, no es posible equiparar a todas las religiones como caminos de acceso al Dios verdadero.
El otro ámbito de preocupación hace referencia al propio papel de la Iglesia como portadora de la salvación. Según la encíclica, algunas tendencias teológicas hacen excesivo hincapié en la subordinación de la Iglesia respecto a la centralidad del Reino de Dios. Se distinguen así Iglesia y Reino de Dios y se confiere a la primera un papel meramente funcional respecto al segundo.
Los argumentos de la encíclica, a la que se han sumado algunos documentos posteriores como Dominus Iesus (2000), quieren poner freno a las tendencias teológicas que reconocen en el pluralismo religioso el valor de una realidad querida por Dios y que, por tanto, juega un papel importante en su revelación a la humanidad.
No es este el momento para profundizar en las posturas supuestamente enfrentadas que están en la base de los debates teológicos. Sin embargo, reconociendo las dificultades objetivas que encierran, necesitamos hacer un camino en el que no se niegue la realidad como punto de partida. Así, por un lado, la Iglesia no puede negar la existencia de una pluralidad de caminos de acceso a Dios que, de hecho, sirven a muchas personas para crecer en humanidad y para expresar de forma sublime la grandeza de Dios y su relación con la creación. Por otro lado, es parte de la tradición más auténtica de la Iglesia afirmar la mediación única de Jesucristo y el papel de la Iglesia como camino de acceso a Él.
¿Cómo abordar la situación? La experiencia de los primeros siglos del cristianismo nos dice que la solución a este tipo de aparentes contradicciones no se logra negando la tensión, suprimiendo uno de los términos, sino profundizando en el significado de las formulaciones dogmáticas. La tarea teológica debe centrase en descubrir qué significa en las nuevas condiciones históricas la mediación única de Jesucristo y la relevancia salvífica de la Iglesia.
La experiencia de los
primeros siglos del
cristianismo nos dice
que la solución a este
tipo de aparentes
contradicciones
no se logra negando la
tensión, sino profundizando
en el significado de las formulaciones dogmáticas
Respecto a la primera, parece que es posible, sin menoscabar la importancia de la encarnación y del Jesús histórico, indagar en las afirmaciones tradicionales sobre Cristo como modelo de la creación. Si la encarnación no es un simple avatar particular que afecta a Jesús de Nazaret, sino que encierra en sí la lógica con la que toda la realidad es construida, podemos avanzar en desentrañar cómo Jesucristo está presente allí donde se reconoce su salvación.
Respecto a la Iglesia, parece claro que no se la puede reducir a ser un puro instrumento en referencia al Reino. Si vivimos la salvación como comunión y religación, las comunidades que encarnan la propuesta vital de Jesús de Nazaret son ya en sí presencia del Reino. Sin embargo, tenemos que ser honrados y reconocer al menos dos limitaciones. La primera se refiere a la capacidad real de la Iglesia de transparentar la comunidad escatológica. Una revisión de la historia sirve para afianzarnos en la promesa de que el Señor la acompaña en su peregrinación, pero desmonta cualquier pretensión de querer sacralizar sus formas institucionales y sus comportamientos como concreciones inmediatas de la voluntad divina. La segunda limitación tiene que ver con la forma en que la Iglesia propone su propia relevancia. Tradicionalmente la jerarquía eclesial defiende la posición de la Iglesia como camino privilegiado para la salvación haciendo hincapié en aspectos doctrinales y morales. El esquema es sencillo: el Señor se ha revelado completamente a la Iglesia y, por tanto, ésta mantiene en su doctrina la verdad sobre Dios y sobre las normas morales con las que la humanidad debe conducirse.
Aun sin poner en cuestión que la revelación de Dios, a través de Jesucristo, ha sido completa, resulta más difícil defender que esa revelación pueda ser a su vez completamente entendida, recogida en conceptos culturales, formulada y explicitada a través de personas e instituciones que se definen a sí mismas, y la historia da testimonio de ello, como limitadas y pecadoras. Una pretensión de ese tipo o achica mucho la grandeza de Dios o peca de una ingenuidad notable.
Pistas para una misión necesaria
Lo anterior pone a la Iglesia en la tesitura de buscar con humildad. Se nos ha dado un tesoro, pero no lo tenemos metido en el bolsillo. Se nos facilitan pistas para ir en su búsqueda y cada descubrimiento nos aclara el camino y nos muestra que el tesoro es mayor de lo que pensábamos.
No buscamos
que se conviertan
“ellos” a “nosotros”,
sino que “todos” nos
convirtamos al Misterio
que a todos nos desborda
La labor misionera no puede entenderse como un monólogo encaminado a convencer a los demás. Las circunstancias históricas nos invitan a hacer de la misión una evangelización mutua. Por supuesto que los bautizados tenemos la necesidad de proclamar nuestra fe. Sólo así somos capaces de profundizar en su significado y de conformar nuestra vida según ella. Sin embargo, nos sentimos también llamados a permanecer a la escucha de lo que Dios manifiesta a través de otras tradiciones religiosas. La evangelización no puede confundirse con el proselitismo típico de los grupos que desean acumular poder. En ese sentido, no buscamos que se conviertan “ellos” a “nosotros”, sino que “todos” nos convirtamos al Misterio que a todos nos desborda. Si confesamos que Dios crea, anima y sostiene, desde dentro, todas las manifestaciones de lo auténticamente humano, la labor de la Iglesia es descubrirlo, adorarlo y anunciarlo, sabiendo que no tenemos la capacidad ni de contenerlo, ni de entenderlo en su totalidad. Pero a la vez, sólo en la medida en que trabajemos por hacer una Iglesia más capaz de entender y de abarcar todo “lo de Dios” podremos decir que somos fieles al Espíritu de quien se hizo el último para acoger a toda la humanidad.
En nuestro momento histórico las fronteras son distintas. En épocas precendentes se ha podido creer que la labor misionera fundamental debía dirigirse más allá de las propias fronteras geográficas.En nuestras sociedades todas las personas estaban bautizadas y bastaba con llamadas periódicas a la conversión.
En nuestro momento histórico
las fronteras son distintas
Hoy constatamos en estos países, sociológicamente católicos, la posibilidad de desarrollar una vida en la que el Dios cristiano no tiene ninguna significación. Uno de los retos de la misión de la Iglesia es aceptar que en unos ambientes –nuestras sociedades opulentas-, nos pueden tomar por locos arcaizantes, y, en otros –los empobrecidos-, nos pueden acusar de subversivos por anunciar a un Dios Amor que se solidariza con todas las personas, situándose para ello entre las víctimas.
Ahora que el mundo se globaliza en alguna de sus dimensiones más mercantilistas, siguen siendo muy necesarias personas cristianas que recreen la vocación de Francisco Javier. Salir a las encrucijadas e invitar al banquete del Reino. Este anuncio resulta especialmente urgente allí donde más vida se encuentra en peligro, en los lugares donde campan mayores dosis de inhumanidad. Desde la experiencia vital compartida con los perdedores, los desorientados y los expoliados. Personas que desde los lugares más remotos, ahora no por lejanos sino por excluidos, continúen escribiendo cartas con las buenas noticias de las Bienaventuranzas.
Centro Social Ignacio Ellacuría
Abril de 2006