El presente documento busca plasmar de manera sencilla y comunicable una comprensión compartida de lo que nos mueve, de lo que buscamos y de cómo lo hacemos. No nos queremos perder en grandes divagaciones teóricas, sino que deseamos plasmar sobre todo categorías inspiradoras y movilizadoras. Éste es un documento vivo, sujeto a permanente revisión y actualización, en su contraste con el trabajo diario.
En la misión e identidad ignaciana – la fe que promueve la justicia- encontramos las raíces de nuestro trabajo. Nuestro proyecto se enmarca dentro de una de las líneas prioritarias del apostolado social de la Compañía de Jesús en todo el mundo y en el ámbito más cercano: las migraciones. El lema “acompañar, servir y defender” a las personas migrantes y refugiadas, original del Servicio Jesuita a Refugiados, resuena con fuerza en nuestro equipo. Llevamos con honra y responsabilidad el nombre de un jesuita – Ignacio Ellacuría- que representa una síntesis entre la encarnación en los sufrimientos y la vida cotidiana de la gente y la capacidad de construir un discurso y un posicionamiento con impacto estructural. Entendemos su expresión de “hacerse cargo de la realidad, cargar con la realidad y encargarse de la realidad con misericordia” como un llamamiento a contemplar la realidad y asumir nuestra responsabilidad en su transformación. Para hacerse cargo de la realidad, lo primero y fundamental es una mirada honesta a la misma. La mirada desde abajo, desde quien está privado de sus derechos, es la que nos permite abrirnos a una preocupación universal por una sociedad y una ciudadanía inclusivas. Porque los derechos que no son universalizables, no son derechos, son privilegios.
Trabajamos para conseguir que todas las personas seamos consideradas y tengamos la condición de ciudadanas. Esta condición de ciudadanía implica varias cosas: un reconocimiento de los derechos, que no pueden quedar condicionados a la nacionalidad o a determinada situación administrativa; un ejercicio de las responsabilidades hacia el prójimo y la comunidad; y, en consecuencia, la posibilidad de participación en la construcción colectiva de la comunidad, que da pie a un sentimiento cívico de pertenencia común, más allá del origen u otros rasgos personales de identidad.
En la realidad de las personas que han migrado reconocemos muchas veces la doble exclusión: de los derechos básicos y de formar parte de un “nosotros”, amplio y diverso. Ampliar el círculo de la ciudadanía, para que cada vez incluya y acoja a más personas, ayuda a fortalecer los derechos de todo el mundo.
Por eso, trabajamos a favor de una sociedad con más derechos y más participativa. Partimos desde la realidad de aquellas personas que, en su condición de migrante, se ven excluidas de ella. Y, desde ahí, anhelamos y nos comprometemos por la construcción de una sociedad que incluya a todas las personas, en su diversidad.
Esto nos demanda una doble mirada: una relacional, que nos ayude a practicar la participación e inclusión en lo cercano; y una mirada estructural, llevando nuestra voz a la esfera pública para generar conciencia social y reivindicar políticas públicas inclusivas.
La diversidad es consustancial a cualquier sociedad moderna, no es consecuencia de las migraciones. Es también parte de nuestra historia. La movilidad de las personas y los procesos migratorios recientes han contribuido a dos cosas. Por una parte, a incrementar y enriquecer una diversidad ya existente. Por otra, a agudizar la conciencia de que necesitamos gestionar dicha diversidad de manera positiva, justa y democrática. Porque siempre ha estado y estará ahí.
Creemos que la gestión positiva de la diversidad nos posibilita articular ésta con la idea de ciudadanía. La gestión positiva de la diversidad implica varias cosas: la creación de un espacio de reconocimiento cívico, común y abierto; el igual respeto de los derechos básicos; la no esencialización de rasgos culturales; el reconocimiento de la pluralidad interna de grupos e individuos; y una igualdad básica de recursos, poder y capacidades para poder negociar la vida en común.
Nuestra intervención se basa en el acompañamiento grupal o colectivo. Acompañamos dinámicas grupales de autoapoyo, concienciación y defensa de los derechos. Acompañamos procesos de fortalecimiento y articulación de colectivos y asociaciones, para la participación social y la incidencia pública. También animamos espacios de encuentro, diálogo y convivencia entre grupos y personas diversas.
La participación que promovemos requiere mujeres y hombres reconstituidos, fortalecidos, y responsabilizados respecto a sí mismos y los demás. Es decir, personas empoderadas. Así entendemos el empoderamiento, como un proceso y estrategia para que las personas recuperen, fortalezcan o se apropien de sus recursos y capacidades (personales, sociales y políticas), y las movilicen para el bien común.
Por eso, el acompañamiento colectivo pide a menudo acompañar a las personas concretas que forman parte de esos grupos, en los retos, búsquedas y dificultades que encuentran en el caminar. Así pues, el acompañamiento personal se sitúa al servicio de los procesos grupales y comunitarios.
Nuestro modo de intervención busca fortalecer el patrimonio de vínculos y lazos con que cuentan las personas y colectivos. Es lo que se conoce como capital social: la trama relacional que nos sostiene, nos hace parte y nos incluye. Su ausencia alimenta los procesos de exclusión de una forma tan crucial como la ausencia de otros bienes básicos. En el caso de las personas migradas, se da especialmente la necesidad de urdir un nuevo tejido relacional para su incorporación en la sociedad. En nuestro trabajo tenemos en cuenta tres dimensiones:
En primer lugar, existe una serie de lazos cercanos en los podemos confiar razonablemente como fuente de apoyo, cuidado, orientación, afecto. Se producen con las personas más próximas: familia, amigos, grupos primarios, de orígenes compartidos, etc. Estos lazos se suelen conocer como “capital social de vínculo”, y trabajamos por incrementarlo cuando, por ejemplo, fomentamos la creación y acompañamos grupos de autoapoyo e iniciativas de solidaridad intragrupal.
En segundo lugar, es necesario reforzar las conexiones con otras personas o colectivos diversos a los nuestros, de diferente origen o extracción, con quienes buscamos crear un espacio cívico común a nivel social. Estas conexiones se conocen como “capital social de puente”, y hacemos por aumentarlo cuando impulsamos y acompañamos asociaciones y plataformas en dinámicas participativas, o encuentros entre comunidades religiosas diferentes, o lanzamos iniciativas que conectan mundos diversos.
Por último, tenemos dinámicas que nos permiten vincularnos a las instituciones formales, por ejemplo, a aquellas en las que se deciden políticas que nos afectan. Esta capacidad para vincularse a este nivel se conoce como “capital social de acceso”. Trabajamos desde esta clave cuando, por ejemplo, facilitamos la interlocución en foros institucionales de participación, o cuando posibilitamos que las demandas y reclamaciones de determinados colectivos se hagan presentes ante las instituciones o los medios de comunicación social.
Por todo lo anterior, la creación de espacios de encuentro es tan importante en nuestra labor. Además, esta conexión de personas con personas es nuestro medio privilegiado para la sensibilización social, junto con una comunicación y visibilización en positivo de estas experiencias. En la dinámica relacional también entronca nuestra propuesta de voluntariado. Y, lógicamente, la posibilidad de incidir sobre las políticas públicas que nos afectan se juega, en buena medida, en nuestra capacidad de conectarnos con los foros y espacios donde se delibera sobre aquellas.
Entendemos que la dimensión simbólica (narraciones, valores, creencias, espiritualidad, etc.) juega un papel clave en el empoderamiento de personas y colectivos. Esta faceta de sentido nos ayuda a tomar conciencia, a insertarnos en una historia colectiva, a orientar proyectos de vida, a tomar decisiones y a movilizarnos a favor del bien común.
Por eso, nuestra intervención quiere cuidar la creación de una narrativa que, valorizando la propia historia, genere identidad compartida. Precisamos símbolos que aviven la esperanza de cambio y que nos ayuden a soñar y a construir ese “otro mundo posible”.
Las celebraciones compartidas, la expresión artística co-creada, el ámbito de la espiritualidad y lo religioso, las experiencias reflexionadas conjuntamente, los testimonios vitales compartidos, etc. son espacios privilegiados para alimentar el sentido.
Nuestra preocupación por los aspectos relacionales, comunitarios, de generación de vínculos y sentido deben ser complementados por un enfoque de derechos. De lo contrario, corremos el riesgo de quedar cautivados por la hermosura de lo pequeño, sin reparar en que se pueden estar produciendo retrocesos en materia de derechos. Es decir, nuestra intervención debe atender también a las estructuras y espacios públicos que garantizan derechos universales a todas las personas. Somos, además, conscientes, de que los vínculos echan raíces más fuertes cuando están presididos por una igualdad básica en derechos y posibilidades. Así pues, la doble dimensión de la ciudadanía – participación y derechos- se necesitan mutuamente y se potencian entre sí.
Nos preocupamos por defender políticas públicas inclusivas, universales y de gestión positiva de la diversidad. Lo hacemos basándonos en nuestra experiencia de trabajo con las personas, en la sistematización de dicha experiencia y en el estudio riguroso de los temas que nos incumben. Muchas veces lo llevamos a cabo a través de las redes organizativas en las que estamos inmersos. Y lo difundimos y comunicamos lo más ampliamente posible, en aras de su eficacia e impacto.
Además del equipo humano, el espacio físico con que contamos es un recurso excepcional para generar procesos relacionales, participación y comunidad. Queremos que la hospitalidad presida nuestro centro, y que las personas que pasan por él se sientan acogidas y reconocidas. Desde ahí, buscamos ofrecer el emprendimiento de procesos de acompañamiento en la participación. Pretendemos animar dinámicas que favorezcan que las personas se apropien del espacio y lo hagan suyo, proponiendo actividades, iniciativas, modos de funcionar.
Somos en compañía, en relación y en conversación con otras muchas personas y entidades. Donde no llegamos, llegan otros. Donde no sabemos, saben otros. Y donde no llega nadie solo, llegamos juntos. El trabajo en red caracteriza buena parte de nuestra intervención. A través de la red, somos más eficaces, porque ponemos en común recursos y capacidades para mejorar la vida de las personas. Es en red como tenemos más capacidad para hacer llegar nuestros mensajes a la sociedad y a quienes toman decisiones. También en el trabajo compartido en red generamos vínculos, capital relacional y aprendemos a gestionar la diversidad y negociar la vida en común.
Queremos vivir y practicar internamente los valores y bienes que intentamos promover en la sociedad: participación activa, actitud inclusiva, gestión positiva de la diversidad, vinculación cercana, y de puente y acceso. Nuestra organización no podrá dar a la sociedad lo que no es capaz de producir internamente: si está desvinculada de las instituciones no podrá proporcionar inclusión formal; si no es participativa, no podrá desencadenar participación; si no empodera a sus miembros, no podrá generar empoderamiento; etc. En la generación de estos bienes, todos y todas somos corresponsables.